La alegría de la fe
© by Raúl Navarro Barceló
Consideraciones sobre la transmisión
de la fe a los jóvenes
·I· Contexto en el que nos encontramos
Al hablar de la transmisión de la fe creo que, en primer lugar, es importante detenerse a considerar el sujeto llamado a creer: el ser humano y, en concreto en esta consideración, el joven de nuestro tiempo, porque el acto de fe es la respuesta de la persona concreta a un Dios que se revela. En este sentido es importante tener presente que el joven de hoy se encuentra inmerso en una realidad caracterizada por diversos aspectos:
-a- un mundo tan globalizado como fragmentado, porque tiene acceso a una inmensa pluralidad de ideas y comportamientos al mismo tiempo que se genera la posibilidad de formar parte de grupos pequeños y muy especializados. En este contexto, para muchos, los creyentes católicos no dejan de ser un grupo más entre otros muchos (puede que hasta algo frikis);
-b- un mundo no sólo secularizado y relativista que pretende construirse bajo la premisa de etsi Deus non daretur, «como si Dios no existiera», sino además un mundo postcristiano, que considera la religión cristiana como la culpable de numerosos males de la historia y algo superado por la evolución de la misma. La tan usada comparación de nuestros días con la época de los primeros cristianos no es tan válida como algunos pretenden señalar por la sencilla razón de que en aquella época la fe cristiana irrumpió como una novedad y hoy es considerada un lastre del pasado.
-c- un mundo en el que la educación en las escuelas se rige bajo el criterio inmanente de que no hay verdad que no pase por la propia persona: el camino hacia el conocimiento es siempre tú propia experiencia. Luego, el niño crece creando él mismo su verdad. Ahora bien, la salvación cristiana, en cambio, presenta una salvación que viene de fuera, de otra persona, de Cristo.
Por otro lado, el joven de hoy no ve la televisión con sus padres (no es educado por ellos), sino que se nutre de ocio de una forma autónoma a través de Internet, Netflix, etc. Su exposición a la pornografía y a la violencia es alta desde una temprana edad.
-d- un mundo que siente rechazo por todo lo institucional, en buena medida porque las instituciones han fracasado en su carácter de ejemplaridad: la corrupción política, la alta desestructuración familiar, los casos de inmoralidad en la Iglesia, etc. Ahora bien, el hecho es que la salvación viene de Cristo a través de la Iglesia, que anuncia el Evangelio.
-e- un mundo que a través de los medios de comunicación y las empresas tratan a los jóvenes como si fueran mucho mayores de lo que son (ya que son los potenciales consumidores más interesantes), mientras los padres los siguen viendo todavía como niños, al tiempo que ellos experimentan realidades como el sexo, la bebida o la droga.
Los jóvenes están faltos de referentes cercanos y tienen grandes tensiones, fracturas o heridas internas. Un número amplio de jóvenes ha pensado en el suicidio y el trato entre amigos es muy soez. Ahora bien, quien no ama su vida y la del prójimo difícilmente aspira a algo grande y logra desarrollar un verdadero sentido de lo trascendente.
· El obispo Raúl Berzosa realizó hace un tiempo un breve perfil de los jóvenes españoles bajo tres grupos. Me inspiro en él, aunque añada algunas cosas.
(a.) Aquellos que niegan vehementemente la existencia de Dios. Se trata de un grupo reducido para quien la idea de Dios se asocia históricamente a la voluntad de dominio de una casta privilegiada. Las promesas del paraíso y las amenazas del infierno no son sino una estrategia recurrente para doblegar la voluntad insumisa del pueblo ignorante a quien se pretende manipular y despojar de sus bienes y riquezas. Aunque este lenguaje nos suene rancio, no deja de ser cierto que en determinados ámbitos (también el académico) y continúa creando opinión.
(b.) Por otra parte, existe un amplísimo grupo de jóvenes a quienes la idea de Dios les trae sin cuidado. Son jóvenes que admiten la posibilidad de que exista Dios, pero para quienes su imagen no se corresponde en absoluto con la que presentan las grandes religiones. Aunque, a decir verdad, tampoco tienen muy claro cuál es la imagen con la que las grandes religiones presentan a Dios. La educación familiar de muchos de ellos carece por completo de referencias espirituales y en la enseñanza escolar los valores morales y religiosos se vuelven irrelevantes. Como consecuencia, muchos jóvenes son auténticos ignorantes religiosos.
Algunos datos estadísticos sobre el conocimiento de cuestiones básicas en torno a la Biblia a propósito del Sínodo de obispos que tuvo lugar en Roma del 5 al 26 de octubre de 2008 y que tenía como tema de estudio: La palabra de Dios en la vida y en la misión de la Iglesia. En vistas a este sínodo la Federación Bíblica Católica encargó al instituto de estadísticas GFK-Eurisko un estudio sobre la relación que tiene la población adulta con las Sagradas Escrituras (uso y conocimiento elemental de la Biblia) de ocho países europeos (Reino Unido, Alemania, Holanda, Francia, Polonia, Rusia, España e Italia) y Estados Unidos. Los datos obtenidos son significativos.
Sólo el 20% de los españoles ha leído un pasaje de la Biblia en el último año. La cifra sitúa a España a la cola de los nueve países estudiados (a poca distancia de los demás, a excepción de EEUU). Los españoles también son los que tienen menos conocimientos bíblicos elementales. Ante preguntas del tipo: ¿Los Evangelios son una parte de la Biblia?; ¿san Pablo pertenece al Nuevo o al Antiguo Testamento? o ¿escribió Jesús algún evangelio?, sólo el 17% de los españoles encuestados responde correctamente. Yo he corroborado esto tanto en el colegio como en la universidad: la gente no sabe quién es san Pablo o no saben de qué va la parábola del hijo pródigo o la del buen samaritano.
Los jóvenes de este grupo no son alérgicos a los dogmas, a las verdades de la fe cristiana o a la Iglesia; simplemente, ¡lo que pasa es que no saben nada de ella! La mayor parte de ellos están condicionados por los clichés y los conformismos que circulan sobre la fe cristiana. En pocas palabras, están lejos de la Iglesia, porque les es ajena.
(c.) Existe, por último, un tercer grupo de jóvenes -tan minoritario como el primero- que afirma con total rotundidad la existencia de Dios. Esta afirmación no proviene, en términos generales, de un gran conocimiento (poseen también grandes lagunas doctrinales), sino de una experiencia de encuentro personal con Aquel a quien llaman Dios. Se manifiestan con una gran fuerza en defensa de la fe.
· En definitiva, el perfil de la situación socio-religiosa confiere a nuestra labor evangélica el carácter de reto. El reto de someternos, día tras día, a un juicio sobre la racionalidad y la objetividad de nuestras creencias, ya que los que pertenecen al primer grupo esperan sorprendernos en un renuncio que justifique su falta de fe; mientras que los del tercer grupo, expuestos a diario a un entorno hostil, buscan en nosotros un referente en el que apoyarse para mostrar a sus compañeros que es compatible creer en Dios con ser un hombre de nuestro tiempo. Respecto a los del segundo grupo, el reto más complicado aún de despertar en ellos una inquietud por lo trascendente que está ahogada por una vida de encefalograma plano y multitud de afanes terrenales.
·II· En una situación así, ¿Cómo transmitir la fe a los jóvenes?
-a- La más básica e importante referencia pastoral que debemos tener siempre presente es que la comunicación de una verdad vital sólo es creíble si el emisor del que procede dicha verdad la conoce bien y la ha hecho vida; evangeliza el evangelizado, aquel que busca la santidad. El primer paso es la conversión personal.
En muchos planteamientos evangelizadores de diferentes instancias eclesiales se percibe una preocupación compulsiva por la hacer cosas, pero una gran falta de atención a la consideración de la conversión personal del creyente, empezando por los sacerdotes: ¿cómo se viven las virtudes?, ¿cómo se ora?, ¿cómo se vive el trabajo y el descanso?, etc. Son cuestiones importantes que, desgraciadamente, no se abordan convenientemente.
-b- En segundo lugar, creo que urge mostrar a los jóvenes el verdadero rostro de Dios. Recordad que no saben de qué va la parábola del hijo pródigo o la del buen samaritano. Me serviré de un pasaje bíblico para ahondar en esto: el conocido sacrificio inconcluso de Isaac (Gn 22).
Todos somos conscientes de que en la antigüedad había pueblos que sacrificaban personas en sus rituales religiosos. Uno de esos pueblos era el cananeo, que habitaba la tierra que más tarde ocuparía el pueblo de Israel. Los cananeos sacrificaban a sus dioses lo más importante que tenían: sus propios hijos, con el fin de mantener la posesión de otros bienes: los materiales.
Ese es el ambiente religioso que rodea a Abrahán, aquel que inesperadamente fue llamado por Dios para establecer una alianza con Él y convertirse en el padre de un nuevo pueblo. A edad avanzada Abrahán tendrá un hijo: Isaac, a través del cual comenzarán a cumplirse las promesas divinas. Pero Abrahán debe aprender todavía una lección muy importante: cómo es en realidad ese Dios que le ha llamado a salir de su casa para formar un nuevo pueblo y del que apenas sabe nada: ¿es un dios semejante al de los otros pueblos vecinos? ¿cómo tiene que relacionarse con él? ¿ofreciendo sacrificios, incluso humanos, como hacen los cananeos? O, en cambio, ¿es un dios diferente a lo que él conoce hasta ese momento?
Al inicio del episodio la sensación es que, efectivamente, el dios de Abrahán es semejante a los otros dioses: él también pide el sacrificio del hijo. Pero, cuando llegamos al final del relato, escuchamos que Dios detiene la mano de Abrahán y le ofrece un carnero como víctima para el sacrificio. Abrahán ha demostrado su confianza en Dios, pero sobre todo ha aprendido una lección importante: su Dios no es como los otros dioses de los pueblos vecinos, no es alguien que pida, sino, al contrario, alguien que provee, que da.
Nosotros, por el Evangelio sabemos todavía algo más importante: el dios de Abrahán es en realidad el único Dios existente y es muy diferente a lo que cualquier hombre podía imaginarse: Dios no sólo no quita nada al ser humano, sino que se da a sí mismo hasta la muerte en la cruz en la persona de Jesús, el Hijo de Dios: «tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito» (Jn 3,16); lo que Dios no permitió hacer a Abrahán, lo hizo Él por nosotros.
Cuando uno no conoce a Dios, tiende a pensar que se parece bastante a nosotros: alguien egoísta que busca obtener beneficio de los demás e imponerse a través del poder y el miedo. En cambio, el Dios único y verdadero no es así: «Quien deja entrar a Cristo no pierde nada, nada –absolutamente nada– de lo que hace la vida libre, bella y grande. ¡No! Sólo con esta amistad se abren las puertas de la vida. Sólo con esta amistad se abren realmente las grandes potencialidades de la condición humana. Sólo con esta amistad experimentamos lo que es bello y lo que nos libera» (Benedicto XVI).
Durante mucho tiempo la Iglesia ha presentado una imagen de Dios excesivamente moralista, que ha lanzado sobre Él un velo de padre escrutador y controlador, poco atractivo.
Hace tiempo leí una anécdota muy aleccionadora en este sentido. Un sacerdote acudió a una merienda infantil organizada en un colegio de religiosas. Encima de la mesa, en uno de los extremos, una monja había dejado una fuente grande, con jugosas manzanas de color rojo brillante. Al lado de la fuente, puso la siguiente nota: «Toma solamente una. Recuerda que Dios está mirando». En el otro extremo de la mesa, había otra fuente, llena de apetitosas galletas de chocolate recién sacadas del horno. Al lado de esta fuente, había también un papelito con letra de niño que decía: «Toma todas las que quieras. Dios está mirando las manzanas». Seguro que Dios se rió bastante de ese niño y pensó que podría ser un buen sacerdote.
En un tiempo en el que la familia no es iglesia doméstica, los catequistas no están bien formados y los medios de comunicación realizan una constante anticatequesis, difícilmente un joven puede hacerse una idea correcta del rostro de Dios, aunque pueda aceptar su existencia.
Urge, pues, la tarea de construir entornos que faciliten el acceso al verdadero rostro del Padre desde el encuentro con Cristo. Para ello debemos cuidar la formación y vivencia de la familia, la calidad de las diversas catequesis y de los diferentes grupos de jóvenes, combinando contenido y experiencia vital de amistad y oración.
Ello exige crear procesos más o menos largos para ir formando a personas que pueden ejercer esa labor adecuadamente: generando entornos que favorezcan el encuentro personal con la persona de Cristo que trae a la vida un nuevo horizonte y con ello la dirección decisiva[1] (grupos como Effetá, Emáus, Grupo Alfa, Cursillos de cristiandad, etc. hacen muy bien este encuentro. Tenemos que aprender a unir fuerzas entre los diversas realidades eclesiales en lugar de seguir haciendo cada uno la guerra por nuestra cuenta), seguido de un acompañamiento personal al tiempo que se ayude al joven a profundizar en el conocimiento de la Biblia y de la doctrina y se le ofrezca participar en una actividad solidaria que repercuta sobre los demás.
-c- En tercer lugar, ese proceso tendrá en buena medida un carácter sanador de la historia personal, que en los jóvenes está marcada, como decíamos al principio, por fuertes tensiones, fracturas o heridas internas, que no pueden ser sanadas por uno mismo, como suelen pensar muchos jóvenes, los cuales han sido educados por sus padres en la necesidad de ser competitivos y autosuficientes, para lograr el éxito en la vida. El peligro de neopelagianismo es en nuestro tiempo es evidente.
Para poder guiar este proceso sanador este conviene recordar constantemente unas palabras de Pablo VI: «El hombre contemporáneo escucha más a gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan, o si escucha a los que enseñan, es porque dan testimonio»[2]. Hoy día no se puede hacer una transmisión de la fe meramente académica-doctrinal; es necesario abrir nuestro corazón a los demás, para en gran medida dar testimonio precisamente del encuentro sanador con Cristo en mi vida. Dar testimonio no significa mostrarse necesariamente como un santo, sino precisamente cómo alguien que ha sido rescatado y salvado por Cristo.
Los jóvenes no necesitan héroes según el prototipo de la mitología griega, sino personas de carne y hueso que les muestren que es posible la esperanza más allá del odio, la incomprensión o el error. Personas que les enseñen que la vida no sigue la dinámica causa-efecto, sino que hay algo más grande que es capaz de hacer nuevas todas las cosas, por muy desastrosa que haya sido su vida: la gracia de Dios.
Para ello creo que es esencial la promoción de la Biblia a través de la Lectio divina o de una catequesis bíblica de carácter vivencial que interprete los diferentes episodios de la Biblia de un modo ejemplarizante para la vida de las personas de hoy, ayudándoles a reconocerse a ellas mismas en esas historias; a realizar una toma de conciencia de su pecado, del que muchas veces no son conscientes. No como algo que es definido externamente, sino como una realidad que les destruye internamente, que les impide tener dominio de sí y llevar a su plenitud todas las potencialidades que están en su ser, en la naturaleza que Dios nos ha dado.
Por otro lado, ante un mundo tan deteriorado en las relaciones y formas, creo también en la belleza como vía para la nueva evangelización. A este respecto se me quedó grabado en la memoria lo que hacía un misionero jesuita en las tierras de Tailandia. Éste se dedicaba a rescatar niñas de la prostitución y lo primero que hacía cuando rescataba a una de ellas era: lavarla bien, regalarle un vestido digno y un libro, aunque no supieran leer. Las dignificaba a través de la belleza.
Para que este encuentro sanador tenga lugar es absolutamente necesario que junto a la conciencia de pecado el joven descubra el verdadero rostro de Dios en Cristo, el rostro de la misericordia; su poder como Hijo de Dios y, al mismo tiempo, su amor infinito por cada uno de nosotros. Sólo se acercará a Dios con el corazón abierto si descubre en Él la disposición a la acogida y el perdón.
Esta realidad se expresa de un modo especial en el sacramento del perdón, al que el joven de be llegar si queremos que tenga un verdadero encuentro con Dios, pues es en el perdón donde descubrirá en su auténtica hondura el rostro de Dios. En este momento el sacerdote debe saber actuar con prudencia (recordar el famoso cuadro de Rembrandt con las dos manos del padre ciego con características de padre y de madre), sin avasallar al pecador, sino recibiendo su herida con dulzura y al mismo tiempo impulsándolo a ir más allá de ella desde el gozo de la paz. Una actitud básica ante los jóvenes y cualquier persona es la escucha. Tal y como sucede con las perlas la herida se transformará en algo bello, porque es ahí donde él experimentará la fuerza salvadora y sanadora de Dios, que podrá compartir y transmitir a otros; la experiencia de un encuentro que no te roba nada, que no te esclaviza (tal y como sucede con los falsos ídolos), sino que revaloriza tu existencia.
El ejemplo de la mujer samaritana del pozo de Sicar del evangelio de Juan es paradigmático.
Esta mujer acude a por agua al pozo, completamente sola, a mediodía, cuando más calienta el sol. Una hora un poco extraña, ya que lo normal es ir con la fresca de la primera hora de la mañana. Aquel día, inesperadamente, se encuentra con Jesús. A lo largo del diálogo con él descubrimos que aquella mujer carga sobre sí una historia de relaciones fallidas. Ha vivido con cinco hombres y el hombre con el que vive ahora no es su marido. Indudablemente, en una época como la suya, aquella mujer debería experimentar el rechazo de la gente. ¿No acudirá al pozo sola y a mediodía porque se siente rechazada y despreciada por los suyos? Posiblemente es una mujer con una imagen deteriorada de sí misma, con profundos sentimientos de culpa y que siente que nadie podrá amarla realmente. Aquella mujer trata de evitar el encuentro con las otras mujeres del lugar yendo a por agua cuando cree que no hay nadie en el pozo[3].
La samaritana no ha terminado de asimilar el saludo de Jesús, un judío (judíos y samaritanos no se llevaban nada bien entre ellos), cuando éste, que no tiene ni cuerda ni cubo, le dice: «Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice “dame de beber”, le pedirías tú, y él te daría agua viva».
Aquella mujer herida por el pecado y despreciada por los suyos, inesperadamente, ha encontrado una persona diferente: alguien que no hurga en sus heridas, sino que le ofrece el bálsamo de la ternura y la esperanza de un agua diferente, de una vida grande: «El que bebe de esta agua vuelve a tener sed; pero el que beba del agua que yo le daré, nunca más tendrá sed: el agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna».
El rostro de la samaritana se ha transformado por completo. Contesta: «Señor, dame esa agua». Son muchos los pozos en los que aparentemente el ser humano puede saciar su sed: los falsos ídolos. Pero la sacian sólo a corto plazo mientras que a largo te esclavizan. Jesús, en cambio le ofrece establecer una relación sanadora, desde la verdad de su ser, desde el conocimiento al mismo tiempo de su fragilidad y de su grandeza; desde el descubrimiento de Dios como fuente de esperanza, que no aplasta al frágil, sino que lo salva.
«En esto llegaron sus discípulos y se extrañaban de que estuviera hablando con una mujer (…). La mujer entonces dejó su cántaro, se fue al pueblo y dijo a la gente: Venid a ver a un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho. ¿No será este el Mesías?» (Jn 4,27-29). Efectivamente, lo que nuestros jóvenes tienen que descubrir es que Jesús es la brújula que conduce al ser humano a la felicidad.
-d- En cuarto lugar, el proceso de crecimiento en la fe debe estar transido de su dimensión eclesial. No somos islas y necesitamos de los demás, de la comunidad cristiana, de la Iglesia, para vivir la fe adecuadamente.
«Creer —escribe Rino Fisichella— no es adherirse a un teorema, sino un compromiso de vida que llega hasta la donación de uno mismo, porque se ha encontrado a Jesucristo en una comunidad que lo anuncia de forma creíble»[4]. A los chicos de bachiller les pregunto qué es la fe y les doy varias opciones: cumplir los mandamientos; estar bautizado; creer en la existencia de Dios; establecer una relación con Dios; y establecer una relación con Dios en el seno de la Iglesia. Nadie elige esta opción porque asocian Iglesia con templo. Necesitamos que tomen conciencia de qué es realmente la Iglesia, para que puedan sentirse parte de ella y la vean como un elemento esencial en su vida de fe, porque «nadie puede tener a Dios por Padre si no tiene a la Iglesia por Madre» (San Cipriano).
La gran cuestión es: ¿Son nuestras parroquias comunidades cristianas creíbles? ¿O son más bien en muchos casos gasolineras en las que se dispensan sacramentos, en las que cada coche llega, reposta y se va? ¿Cuánta gente inmigrante ha dejado de frecuentar la iglesia católica y se ha unido a alguna secta u otra iglesia cristiana porque nuestras comunidades no han hecho el mínimo esfuerzo en acogerles?
El Papa Benedicto XVI nos advertía en una de sus encíclicas de que «como cristianos nunca deberíamos preguntarnos solamente: ¿cómo puedo salvarme yo mismo? Deberíamos preguntarnos también ¿qué puedo hacer para que otros se salven y para que surja también para ellos la estrella de la esperanza? Entonces habré hecho lo máximo también por mi salvación»[5]. Mucha de nuestras iglesias no son ni misioneras ni acogedoras. Incluso un porcentaje altísimo de personas que abandonan la parroquia o algún movimiento lo hacen a raíz de un roce personal o una desatención en un momento crítico de su vida. Cómo sacerdotes, ¿estamos atentos a los problemas de la gente, visitamos enfermos, o centramos nuestro mayor esfuerzo en las clases, los campamentos, la liturgia, etc.?
-e- Finalmente, creer implica adherirse a Cristo y eso implica un cambio de vida, un vivir desde la mirada de Cristo; poseer el don de sabiduría. Gracias a la fe, «los pensamientos y los afectos, la mentalidad y el comportamiento del hombre se purifican y transforman lentamente, en un proceso que no termina de cumplirse totalmente en esta vida. La "fe que actúa por el amor" (Ga 5, 6) se convierte en un nuevo criterio de pensamiento y de acción que cambia toda la vida del hombre (cf. Rm 12, 2; Col 3, 9-10; Ef 4, 20-29; 2Co 5, 17)»[6].
En este sentido el proceso de transmisión de la fe debe ir acompañado de la educación en las virtudes humanas, la entrega a los demás y el desarrollo de la amabilidad, que es imitación de la Divina Providencia. «La solicitud te lleva a atender un deseo o a satisfacer una necesidad antes de que nadie te lo pida. No esperas a que el otro manifieste qué es lo que quiere: tú detectas qué necesita y satisfaces amablemente su muda petición»[7].
Todo ello desde la alegría, porque sin alegría no hay virtud (vs. estoicismo). A veces criticamos mucho el enfoque epicúreo, pero olvidamos que el placer y la alegría son cosas buenas y necesarias.
Introducir a los jóvenes en esta lógica divina del don en unión con el resto de aspectos analizados es nuestro gran reto; el camino apasionante que debemos recorrer.
Raúl Navarro Barceló
____________________________________________
[1] Cf. Benedicto XVI, Enc. Deus caritas est, n. 1.
[2] Pablo VI, Evangelii nuntiandi, 41.
[3] Cf. J, Vanier, Acceder al misterio de Jesús a través del Evangelio de Juan, Santander 2005, pp. 96s.
[4] R. Fisichella, La nueva evangelización, Santander 2012, p. 54.
[5] Benedicto XVI, Enc. Spe salvis, 48.
[6] Benedicto XVI, Carta ap. Porta fidei, 11-X-2011, n. 6.
[7] L. Lovasik, El poder oculto de la amabilidad, Madrid 72017, p. 15.