La alegría de la fe
© by Raúl Navarro Barceló
Origen de una falsa contraposición
§ Muchas personas de nuestro tiempo identifican religión con prejuicio, atraso y resistencia al progreso; tienen el convencimiento de que las personas religiosas son ignorantes y crédulas; mientras ellas, orgullosas de su saber, creen como un dogma absoluto que la ciencia y la fe se oponen.
Este planteamiento de enfrentamiento subyace también en muchos contenidos que ofrecen hoy los medios de comunicación. Dado que estos gustan de mostrar contrastes con el fin de resaltar una noticia, si el tema tratado es la teoría de la evolución, un último avance científico, el desarrollo de células embrionarias, la ley del aborto o las relaciones sexuales, no es raro que durante la exposición de la noticia en algún momento se dibuje una época actual pletórica de luminosidad científica y de libertad que parece amenazada por las fuerzas oscuras de la religión y la superstición. Los medios parecen advertir del peligro que supondría cualquier triunfo del planteamiento religioso en la era de la ciencia: se podría sufrir un colapso y retroceder a una época tenebrosa. ¿A quién no le gustaría identificarse más con la encantadora e inteligente Lisa Simpson que con el piadoso, pero ingenuo Sr. Flanders?
Esta animadversión produce extrañeza en los creyentes, pues ellos han experimentado que la fe es compatible con la libertad –de hecho la fe es liberadora– y con la razón –«fe y razón se ayudan mutuamente, ejerciendo recíprocamente una función tanto de examen crítico y purificador, como de estímulo para progresar en la búsqueda y en la profundización»[1]–. Aún más, es un hecho constatable que los personajes más revolucionarios que han abierto camino en muchas disciplinas científicas fueron creyentes. De ello dan fe los logros de Nicolás Copérnico en astronomía, Blaise Pascal en matemáticas, Gregor Mendel en genética, Louis Pasteur en biología, Antoine Lavoisier en química, John von Neumann en investigación sobre computadoras, Enrico Fermi y Edwin Schrodinger en física. Una lista que podría ampliarse largamente[2]. Al contrario de lo que muchos intentan transmitir, la fe ha constituido a lo largo de la historia una fuerza propulsora de la ciencia. La ciencia moderna se ha desarrollado precisamente en el Occidente cristiano y con el aliento de la Iglesia. El pensamiento cristiano nunca ha querido humillar a la razón, sino que ha hecho de ella una compañera de camino irrenunciable.
A propósito de la supuesta oposición ciencia-fe me parecen muy interesantes las palabras de un gran médico japonés del siglo XX: «Si lees lo que de hecho dijeron los grandes científicos, verás que no es así. Los críticos sociales y literarios, es decir los hombres que han cogido plumas pero no tubos de ensayo, son los que dicen tales cosas»[3]. Es cierto, no obstante, que también hay científicos que se lanzan a hacer afirmaciones más allá de su ámbito de conocimiento y prácticamente creen probar la no existencia de Dios. Pero frente a ello simplemente cabe decir que el científico más brillante no suele ser necesariamente el pensador más razonable. Ciertamente, debemos manifestar nuestro profundo respeto hacia los logros y la inteligencia de los científicos, pero no por ello atribuirles la infalibilidad en todas las materias, de las que pueden ser tan ignorantes como nosotros respecto de la suya. «En ocasiones –escribe el Papa Francisco–, algunos científicos van más allá del objeto formal de su disciplina y se extralimitan con afirmaciones o conclusiones que exceden el campo de la propia ciencia. En ese caso, no es la razón lo que se propone, sino una determinada ideología que cierra el camino a un diálogo auténtico, pacífico y fructífero»[4].
La actitud más adecuada creo que es la expresada por el gran historiador francés Étienne Gilson. Él describía al pensador equilibrado como alguien «que no le gusta creer lo que puede conocer, y que nunca pretende conocer lo que sólo se puede creer».
§ El origen de este planteamiento contrapuesto entre ciencia y fe se debe en gran medida a la división religiosa que sufrió Europa occidental en el siglo XVI y que daría lugar a un terrible y prolongado periodo de guerras políticas y de reparto de poderes. Un periodo que el movimiento ilustrado se encargaría de encuadrar más tarde bajo un mítico trasfondo religioso (cf. W. T. Cavanaugh, El mito de la violencia religiosa, 2010).
En Alemania, los príncipes católicos buscaron el apoyo del emperador Carlos V contra los príncipes protestantes; al mismo tiempo, el idéntico católico emperador se enfrentaría al Papa, y sus tropas –formadas en buena medida por mercenarios protestantes– saquearían la ciudad de Roma; en Francia, la violenta matanza de los hugonotes (calvinistas) en la noche de san Bartolomé (1572) se encuadra en una prolongada serie de batallas por el poder. Célebre es la frase del rey hugonote francés Enrique IV (1589-1610), que acabaría convirtiéndose al catolicismo: «París bien vale una misa». La Guerra de los Ochenta Años (1568-1648) supondrá la separación de los Países Bajos en un norte protestante y un sur que continuó fiel a la Monarquía Católica. En su última fase (tras la Tregua de los doce años) este conflicto coincide en el tiempo con la Guerra de los Treinta Años (1614-1648) en el interior del Sacro Imperio Romano Germánico, que terminó transformándose en un conflicto europeo generalizado[5]. Y no olvidemos las guerras que durante este período tuvieron lugar entre los tres reinos de las Islas Británicas.
Cabe preguntarse si unas guerras en las que católicos y protestantes luchaban juntos contra otros católicos que, a su vez, se aliaban con otros protestantes son ciertamente guerras de religión o más bien guerras de equilibrio y reparto de poderes. Pero sea como sea lo cierto es que la división religiosa de Occidente vino acompañada de una enorme pila de muertos, devastaciones y crueldades durante casi dos siglos. Aquel horror, grabado en la memoria de mucha gente, sería la semilla que fructificaría en el siglo XVIII en el agnosticismo y el ateísmo de Occidente bajo la mano del naciente movimiento cultural ilustrado.
La Ilustración llevará a los principales países de Europa al llamado Siglo de las Luces. Los pensadores de la Ilustración (Diderot, D’Alembert, Rousseau, Voltaire, etc.) se propusieron disipar las tinieblas de la humanidad mediante las luces de la razón, confiados en que la razón humana podía combatir la ignorancia, la superstición y la tiranía, y construir un mundo mejor. Tenían una extraordinaria fe en el progreso y en las posibilidades de los hombres para dominar y transformar el mundo. Pensaban que la humanidad había alcanzado por fin su mayoría de edad y podía prescindir de la «hipótesis de Dios», como decía Laplace. La Ilustración desbancó a Dios (al que desfiguró y descristianizó con el nombre de “El Ser Supremo”) y en su lugar colocó al hombre cuya inclinación natural era la bondad, según Rousseau. Y como por naturaleza era bueno, no necesitaba para nada la bondad de Dios. En consecuencia, el ser humano dejaría de ser entendido como un ser creado a imagen de Dios para pasar a ser comprendido como un sujeto autónomo auto-constituido, separado de cualquier relación con Dios: no es el hombre quien ha sido hecho a imagen de Dios, sino que Dios es una simple imagen proyectada del hombre, acabarían concluyendo de diferentes formar Ludwig Feuerbach, Karl Marx o Sigmund Freud[6]. La religión quedó encasillada como una reliquia del pasado y, en especial la cristiana –dominante en Europa–, culpabilizada de todos los males del pasado.
§ Pero, ¿resultó todo tan bonito como los ilustrados vaticinaban? Como todos sabemos, no. La realidad es que el siglo de las luces dio frutos algo tenebrosos. Las antiguas guerras de religión fueron sustituidas por las guerras políticas e ideológicas; todavía más despiadadas y sangrientas que las anteriores.
«Por supuesto nadie habla de las otras víctimas que la exaltación de la razón y el progreso ha dejado en el camino y que comenzó con la Revolución francesa: «El genocidio de la Vendée, el terror de masas, la «ley de sospechosos», que ni siquiera el nacionalsocialismo ni el marxismo leninismo se atrevieron a promulgar (iba a la guillotina no sólo quien actuaba contra el régimen jacobino, sino también cualquiera que no se comprometiera activamente con él), la descristianización sangrienta, la destrucción programada del patrimonio artístico (allí nació la palabra vandalismo), los millones de muertos provocado por aquel «hijo de la Revolución» que era Bonaparte. Y luego, a continuación, el triunfo de los nacionalismos y de los totalitarismos ateos, hasta las masacres de las dos Guerras Mundiales y los genocidios… ¿Todo eso? Bah, incidentes del camino, necesidades de la historia, tal vez propaganda sectaria de los reaccionarios, siempre al acecho en la sombra. Como sabes, precisamente la cultura que se dice crítica, abierta, libre, es aquella en la que está prohibido hacer preguntas. O, al menos, cierto tipo de preguntas»[7].
Se reconozcan o no los derroteros trágicos que siguió la sociedad, lo cierto es que el optimismo ilustrado en la razón desapareció y fue conmutado por un desconsolado pesimismo sobre el ser humano y su razón. En consecuencia, la posmodernidad cayó en la desconfianza de la razón y en el relativismo total[8]. «La violencia desatada por las realizaciones históricas de la ideología ha conducido a la humanidad a una experiencia de noche: esta es la «noche del mundo» de la que habla Martin Heidegger, una noche cuya señal más dramática no es la carencia de Dios, sino el hecho de que los hombres parece que no sufren por ella. Esta es la noche del nihilismo, de aquella indiferencia a los valores que corroe nuestra misma capacidad de hacernos buscadores del sentido de la vida y de la historia»[9].
§ Si la Ilustración no consiguió llevar al mundo a la época de felicidad y paz que esperaba, sí logró, en cambio, que la acusación hecha a la religión cristiana como causante de los grandes males de la sociedad cristalizara en un lugar común entre muchos de los detractores de la fe. De un modo u otro es fácil encontrar en sus escritos siempre una acusación sobre la irracionalidad de la fe —que inevitablemente conduce al fanatismo— y sus desastrosas consecuencias para el desarrollo de la sociedad y del conocimiento científico, al mismo tiempo que se respira en ellos un aire de triunfo, porque: a más modernidad, menos Dios. Sigmund Freud, en su obra El porvenir de una ilusión (1927), llegaba a escribir con arrogante seguridad esta crítica: «Debemos creer porque nuestros antepasados han creído. Pero ellos eran con mucho más ignorantes que nosotros y han creído cosas que serían imposibles de aceptar».
Es cierto que algunos teólogos dijeron cosas ridículas en el pasado, como ridículas nos parecen también a nosotros algunas de las afirmaciones de grandes sabios del pasado (Tales Mileto creyó encontrar en el agua el elemento primordial y básico de todas las cosas; o el gran Aristóteles jugaba a la mujer «defectuosa e incompleta por naturaleza», como ridículas son también algunas de las afirmaciones de grandes científicos de un pasado mucho más reciente (el naturalista Ernst Haeckel afirmó que «el alma es una suma de plasmamovimientos en las células de los ganglios»; o el zoólogo Carl Vogt insistía en que «los pensamientos brotan del cerebro como la bilis del hígado o la orina de los riñones», mientras que el médico Jacob Moleschott estaba igualmente seguro de que «ningún pensamiento [puede surgir] sin fósforo»); y no por ello ridiculizamos la filosofía griega o la ciencia de los siglos XIX-XX.
Creo que la fe cristiana merece también al menos el mismo respeto. Una fe que se han enorgullecido en profesar antepasados tan “ignorantes” como Alessandro Volta, André-Marie Ampère, Max Plank, Louis Pasteur, Soren Kierkegaard, Blaise Pascal, Duns Scoto, Tomás de Aquino, Bernardo de Claraval, Agustín de Hipona y tantísimos otros... ¿Eran estos hombres inteligentes en todo, excepto en la fe? La fe y la no fe, quizás, no dependan de la cultura, sino de la actitud del corazón. Quizás los tópicos sean simplemente tópicos y haya más verdad en estas dos frases: «Un poco de ciencia aleja de Dios, y mucha devuelve a Él» (Jean Guitton, filósofo); «El primer sorbo de la copa de la ciencia vuelve ateo, pero en el fondo de la copa está esperando Dios» (Werner Heisenberg, premio Nobel de Física en 1932).
No se puede refutar tampoco la verdad de la fe por el mal ejemplo de algunos de los creyentes. Porque entonces se tendría que refutar la verdad que procede de cualquier otra fuente de conocimiento. En una sencilla autocrítica el científico y divulgador estadounidense Carl Sagan decía: «A veces, los científicos han dado apoyo y sustento a doctrinas nocivas (incluyendo la supuesta «superioridad» de un grupo étnico o género sobre otro a partir de las medidas del cerebro, las protuberancias del cráneo o los test de coeficiente intelectual). Los científicos suelen resistirse a ofender a los ricos y poderosos. De vez en cuando, uno de ellos engaña y roba. Algunos —muchos sin rastro de pesar moral— trabajaron para los nazis. También exhiben tendencias relacionadas con los chauvinismos humanos y con nuestras limitaciones intelectuales. Como hemos comentado antes, los científicos también son responsables de tecnologías mortales: a veces las inventan a propósito, a veces por no mostrar la suficiente cautela ante efectos secundarios no previstos. Pero también son los científicos los que, en la mayoría de estos casos, nos han advertido del peligro. Los científicos comenten errores. En consecuencia, la tarea del científico es reconocer nuestras debilidades, examinar el abanico más amplio de opiniones, ser implacablemente autocrítico»[10].
§ Desgraciadamente, la relación ciencia-fe viene lastrada por tópicos, prejuicios, esquemas ideológicos y leyendas negras que ofrecen una explicación falsa de la realidad histórica, aún cuando sea verdad parte de lo que dicen. Imagina que para explicar con una película la realidad de Norteamérica a alguien que no sabe nada de historia hiciéramos lo siguiente:
Primero, le enseñamos unos planos de unas familias japonesas, entrañables. Luego aparece un avión donde sale un piloto con cara de bruto mascando chicle, y con fotos de chicas pegadas en el salpicadero. Por último vemos cómo ese avión lanza la bomba atómica sobre la ciudad de esas amables familias japonesas. Una vez terminado el cortometraje, se le dice al espectador: “Ya ves, esto es América”.
Hiroshima existió. Nadie lo duda. Nadie se alegra. Pero el juicio sobre los americanos que se deduce de ese film, ¿sería justo? No. Es una mentira, aunque Hiroshima sea una verdad.
Frente a la visión oscurantista y tenebrosa de la historia de la fe cristiana que algunos se empeñan en divulgar, haría falta una biblioteca como la de Alejandría, para documentar someramente lo que el cristianismo ha aportado al progreso de la cultura, del arte, de la ciencia, del derecho, de la filosofía, de la política, de las relaciones internacionales... Pero dicha biblioteca sería insuficiente para ilustrar lo que el cristianismo ha supuesto para el “progreso” personal de millones y millones de hombres y mujeres concretos a lo largo del mundo y de la historia: el “progreso” que viene de encontrarse con Jesús, que promete sin rubor satisfacer los deseos del corazón del hombre.
Lo que algunos críticos llaman fe no es más que una superstición visionaria y esclerótica suya que nada tiene que ver con el verdadero cristianismo. Bastaría con que leyeran el inicio de la Encíclica Fides et ratio del Papa Juan Pablo II para ver que «la fe no es enemiga ni de la ciencia, ni del progreso, ni mucho menos de la razón», sino que «la fe y la razón son como las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad». Indudablemente, siempre habrá energúmenos entre las filas de los propios creyentes, pero ellos sólo son representativos de su propia equivocación.
· Desgraciadamente, para muchas personas la historia del catolicismo es un compendio de ignorancia, represión y estancamiento: la oscuridad de la Edad Media (la gente cree que los mil años que precedieron al Renacimiento fueron tiempos de absoluta ignorancia y represión, un yermo intelectual y cultural de principio a fin), las guerras de las cruzadas, la quema de brujas por parte de la Inquisición y el sufrimiento del pobre Galileo.
La realidad, aunque algunos manuales de historia no lo digan, es que la Iglesia ha construido en gran medida la civilización occidental. Con ello no se niega la notable influencia de Grecia, de Roma o de las distintas tribus germánicas que heredaron el Imperio de Occidente, pero la Iglesia tuvo el gran acierto de no repudiar las diversas tradiciones, sino asimilarlas y aprender lo mejor de todas ellas.
No cabe duda de que los siglos VI y VII se caracterizaron por un profundo retroceso cultural e intelectual en lo que a educación, producción literaria y otros indicadores similares se refiere. Pero ¿fue esta situación culpa de la Iglesia?
Hace ya varias décadas que los historiadores más serios —incluido los agnósticos— defienden a la Iglesia de estas acusaciones y atribuyen la causa a las invasiones bárbaras acaecidas al final del imperio romano: pueblos que circundaban las fronteras del Imperio, rurales o nómadas, que carecían de literatura escrita y apenas conocían la organización política, más allá de la lealtad debida al jefe. Estos pueblos, empujados por otros (los eslavos, y estos a su vez por los hunos) entran en avalancha en el Imperio en el siglo V, asentándose cada uno en diversas áreas (en España lo harían los suevos en el noreste y los visigodos en el resto).
No resulta fácil hacerse cargo de las consecuencias negativas que dicha avalancha supuso para la civilización occidental: la destrucción o empobrecieron de las ciudades, bibliotecas y escuelas, hicieron casi imposible la vida intelectual y científica. La destrucción hubiera sido mucho peor si la Iglesia no hubiese mantenido cierto orden en una civilización que se desmoronaba. La Iglesia Católica no sólo ayudó a poner fin a prácticas del mundo antiguo moralmente repugnantes, como el infanticidio o los combates de gladiadores, sino que, tras la caída de Roma, fue ella la que en gran medida restableció la civilización y permitió el progreso gracias a la culturización de los bárbaros[11].
Veamos distintos aspectos en los que la influencia de la Iglesia ha sido decisiva en la construcción del mundo occidental.
- De todos es conocida la importancia de la tradición monástica en la conservación y duplicación de la herencia literaria del mundo antiguo.
Pero más allá de eso, es difícil señalar una sola empresa significativa para el progreso de la civilización a lo largo de la Edad Media en la que la intervención de los monjes no fuera decisiva. Las redes de monasterios proporcionaron a toda Europa una red de fábricas, centros para la cría de ganado y de investigación, fervor espiritual y predisposición a la acción social. Fue, precisamente, a través de una red de escuelas monásticas y catedralicias como el emperador Carlomagno, que no sabía escribir, bajo la dirección del monje Alcuino de York, alentaría un renacimiento de la educación y de las artes en Europa. En definitiva, la dedicación monacal al aprendizaje sentó las bases de nuestra cultura y civilización occidentales.
- En el llamado tiempo oscuro de la Edad Media, la Iglesia desarrolló en Europa el sistema de las universidades. Causa verdadero asombro entre los historiadores de la época el extremo que llegó a alcanzar en estos centros de enseñanza el debate intelectual, libre y sin cortapisas. La exaltación de la razón humana y sus capacidades, el compromiso con un debate racional y riguroso, el impulso de la investigación intelectual y el intercambio académico —todo ello patrocinado por la Iglesia— proporcionaron el marco necesario para la extraordinaria revolución científica que habría de producirse en la civilización occidental.
La mayoría de los historiadores de la ciencia —entre los que figuran A. C. Crombrie, Davis Lindberg, Stanley Kaki, etc., no católicos muchos de ellos— han concluido en los últimos cincuenta años que la revolución científica se produjo gracias a la Iglesia. La aportación católica a la ciencia no se limitó a la esfera de las ideas, todo que muchos de los científicos en ejercicio eran a la sazón sacerdotes. El padre Nicholas Steno es considerado el padre de la geología, mientras que el padre de la egiptología fue Athanasius Kircher. A Roger Boscovich se le atribuye el descubrimiento de la moderna teoría atómica. Los jesuitas llegaron a dominar el estudio de los terremotos a tal punto que la sismología se dio en llamar la “ciencia jesuita”. Cerca de 35 cráteres lunares llevan el nombre de científicos y matemáticos jesuitas, un buen indicio de la contribución de la Iglesia a la astronomía.
- Uno de los mayores logros de la Antigua Roma fue el desarrollo de un completo sistema legal. Los bárbaros entendían la ley simplemente como el modo de poner fin a una disputa y mantener el orden, más que el modo de establecer la justicia. Así, a la persona acusada de asesinato se le sometía a la ordalía (prueba ritual para establecer la certeza) del agua hirviendo, que consistía en introducir la mano en un caldero en ebullición para extraer una piedra de su fondo. A continuación se le vendaba el brazo. Tres días después, cuando se retiraba el vendaje, se declaraba que el acusado era inocente si la herida había empezado a curar y la costra comenzaba a ser visible. En caso contrario, se establecía su culpabilidad. La ordalía del agua fría, una práctica similar, consistía en atar al acusado de manos y pies y arrojarlo a un río. Si flotaba se le declaraba culpable, pues se pensaba que el principio divino presente en el agua lo había rechazado.
La Iglesia hubo de asumir la tarea de introducir la ley del Evangelio y la ética del Sermón de la Montaña entre gentes para quienes el homicidio era la más honrosa de las ocupaciones y la venganza era sinónimo de justicia. Tarea nada fácil que no pocas veces tenía repercusiones en sentido inverso.
La influencia del derecho romano perviviría en Europa gracias primero al Imperio romano de Oriente, especialmente a su emperador Justiniano y posteriormente a la Iglesia que logró reunir en un cuerpo legal coherente y completo el batiburrillo de estatutos, tradiciones y costumbres locales, a menudo en contradicción entre sí, existentes. Este fue el origen del derecho moderno.
- El desarrollo del Derecho Internacional surgió en las universidades españolas en el siglo XVI, y fue Francisco de Vitoria, un profesor y sacerdote católico, quien mereció el título de padre de esta rama del derecho. Ante el maltrato que los españoles infringían a los indígenas del Nuevo Mundo, Vitoria, junto a otros filósofos y teólogos católicos, empezó a especular sobre los derechos humanos y las correctas relaciones que debían existir entre los pueblos.
- También los teólogos españoles del siglo XV y XVI tienen un peso importante en el desarrollo de la ciencia económica moderna.
- La obra de caridad social desarrollada por la Iglesia en favor de los más necesitados constituye un fenómeno nuevo en el mundo occidental y constituye un avance sustancial sobre los modelos de la Antigüedad clásica, donde la ayuda era competencia casi exclusiva del Estado y venía dictada más por la política que por la benevolencia.
El debate en torno a la idea de si existieron en Grecia y en Roma instituciones parecidas a nuestros hospitales continúa abierto. Muchos historiadores lo han puesto en duda, mientras que otros señalan destacadas excepciones en ambos casos. Sin embargo, estas excepciones iban destinadas al cuidado de los soldados enfermos o heridos, no a la población en general. La Iglesia parece haber sido la primera en crear instituciones gestionadas por médicos, en las que se hacía un diagnóstico, se prescribía un remedio y se dispensaban ciertos cuidados.
A partir del siglo IV, con su liberación, la Iglesia comenzó a patrocinar la creación de hospitales a gran escala, de tal suerte que cualquier gran ciudad contaba casi sin excepción con un centro sanitario. Los monasterios mismos desempeñaron también una importante misión en el cuidado de los enfermos y en la transmisión de los textos médicos antiguos.
En definitiva, no es poco lo que la fe cristiana y la Iglesia han aportado a la civilización occidental yendo de la mano de la razón, aunque haya habido momentos en los que algunas personas se hayan soltado de ella. Se quiera admitir o no, lo cierto es que la fe cristiana está presente en la cultura y la ciencia occidental como lo están los cimientos bajo el edificio ya construido.
Raúl Navarro Barceló
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[1] Juan Pablo II, Enc. Fides et ratio, 100.
[2] Cf. S. Hahn, La Fe es razonable. Cómo comprender, explicar y defender la fe católica, Madrid 42013, pp. 30s.
[3] P. Glynn, Réquiem por Nagasaki, Méjico 1998, p. 164.
[4] Francisco, Exh. Apost. Evangelii Gaudium, 243.
[5] El final de las guerras de religión en Europa se considera que fue el Tratado de Westfalia (1648), en el que el agotamiento de todas las potencias pareció hacer prevalecer la racionalidad y el pragmatismo de las modernas relaciones internacionales, que nacen a partir de ese momento.
[6] Cf. Comisión Teológica Internacional, Comunión y servicio: La persona humana creada a imagen de Dios, n.19.
[7] Messori – A. Tornielli, Por qué creo. Una vida para dar razón de la fe, Madrid 2009, p. 53.
[8] «Manuel Kant, en su tiempo, consideraba que la esencia de la Ilustración se resumía en la expresión “sapere aude”: en la valentía del pensamiento que no permite que ningún prejuicio lo ponga en aprieto. Pues bien, desde entonces la capacidad cognoscitiva del hombre, su dominio sobre la materia mediante la fuerza del pensamiento, ha hecho progresos en aquel tiempo inimaginables. Pero el poder del hombre, que ha aumentado en sus manos gracias a la ciencia, se transforma cada vez más en un peligro que se cierne sobre el hombre mismo y sobre el mundo.
La razón orientada totalmente a enseñorearse del mundo no acepta ya límites. Está a punto de tratar al hombre mismo como simple materia de su producción y de su poder. Nuestro conocimiento aumenta, pero al mismo tiempo se produce una progresiva ceguera de la razón con respecto a sus mismos fundamentos, con respecto a los criterios que le dan orientación y sentido». Benedicto XVI, Discurso a los cardenales, arzobispos, obispos y prelados superiores de la curia romana (22-12-2006).
[9] «Esta es la condición a la que alude un dicho rabínico recordado por Martin Buber: «El verdadero exilio de Israel comenzó en el momento en que los judíos habían aprendido a soportarlo». El exilio no comienza cuando se deja la patria, sino cuando ya no se tiene nostalgia por ella.
Según eso, de la noche del exilio sólo se puede salir re-encendiendo en el corazón la nostalgia ardiente de la patria: así sucede allí donde la Palabra proclamada hace que los hombres busquen de nuevo el sentido perdido y les anuncia la aurora del día que llega. Esto es lo que se pide en particular a la Iglesia de la actualidad», B. Forte, Siguiéndote a Ti, luz de la vida, Salamanca 2004, pp. 15s.
[10] C. Sagan, El mundo y sus demonios. La ciencia como una luz en la oscuridad, Ed. Planeta, Barcelona 2005, pp. 280s.
[11] Cf. T. E. Woods, Cómo la Iglesia construyó la civilización occidental, Madrid 2007, pp. 19-26.