La alegría de la fe
© by Raúl Navarro Barceló
Origen, desarrollo y sentido del
Tiempo de Pascua
· Durante todo el año la Iglesia celebra los misterios de la fe en lo que llamamos año litúrgico. La Navidad y la Pascua, el misterio del nacimiento y el misterio de la muerte y resurrección de Jesús, son los dos focos sobre los que se enraíza el año litúrgico. A la Navidad le precede el tiempo de Adviento y le sigue la fiesta de la Epifanía (espera y manifestación, respectivamente); la Pascua está a su vez flanqueada por el tiempo de Cuaresma y la fiesta de Pentecostés. Nos centraremos ahora en el tiempo litúrgico de Pascua, el más importante de todos.
· El tiempo de Pascua comprende 50 días, que van desde concluida la Vigilia Pascual de Resurrección hasta Pentecostés (pentekostós, quincuagésimo) (cf. Act 2, 1ss). Deben ser vividos y celebrados con alegría y júbilo, como si se tratara de un solo y único día festivo, como un gran domingo.
Pascua significa “paso” y era el nombre de la fiesta judía de la liberación de Egipto bajo la guía de Moisés. Para el cristiano, sin embargo, la pascua hace referencia al paso de Cristo de la muerte a la vida, de su existencia terrena a su existencia gloriosa; pero es también la pascua de la Iglesia, Cuerpo de Cristo, que es introducida en la Vida Nueva de su Señor por medio del Espíritu que Cristo le dio el día de Pentecostés. Nosotros hemos sido liberados de la esclavitud del pecado y de la muerte por el amor de Cristo crucificado y resucitado.
Origen y Desarrollo del Tiempo de Cuaresma
· La primitiva Iglesia advirtió la necesidad de celebrar litúrgicamente el acontecimiento más importante de la historia: la muerte y resurrección de Jesús, por medio de un rito memorial, donde, en obediencia al mandato expreso del Señor, se renovara sacramentalmente su sacrificio.
— Durante los primeros compases de la vida de la Iglesia la estructuración de la liturgia cristiana sigue el ciclo semanal judío, pero ahora el domingo, día de la resurrección del Señor, ocupa el lugar del sábado como el día importante de la semana[1]. «La resurrección ha fundamentado la fe cristiana y ha hecho existir a la Iglesia. Por eso, ya Ignacio de Antioquía (muerto como muy tarde el 117 d.C.) llama a los cristianos “aquellos que ya no guardan el sábado, sino que viven según el día del Señor”: ser cristiano significa vivir pascualmente, desde la resurrección, que se conmemora en la semanal celebración pascual del domingo»[2].
— «Muy pronto, apenas en el siglo II, comenzó a reservarse un domingo particular del año para celebrar este misterio salvífico de Cristo»[3].
Dado que la muerte y resurrección de Jesús tuvo lugar durante la fiesta judía de la Pascua, la Iglesia decidió tomar como referencia esta fiesta, próxima al equinoccio de primavera[4], dotándola de un sentido totalmente nuevo.
El hecho de que el misterio pascual de Cristo tenga una doble dimensión: muerte y resurrección, dio pie a que en un primer momento las distintas tradiciones eclesiales subrayaran uno u otro contenido pascual. Así en Asia menor y oriente se subrayó la “Pascua-Pasión”, acentuando el hecho histórico de la Cruz, y la fiesta se celebraba el 14 de Nisán, según el calendario lunar judío; mientras que en Roma y occidente se subrayó la “Pascua-Glorificación”, que, privilegiando la resurrección del Señor, se celebraba el domingo posterior al 14 de Nisán, ya que el domingo era el día de la resurrección de Cristo[5].
Ésta sería la práctica que Finalmente se impondría en la Iglesia desde comienzos del siglo III y el Concilio de Nicea (a. 325) establecería para toda la Iglesia que la Pascua se celebrase el domingo siguiente al plenilunio, después del equinoccio de primavera (del hemisferio norte).
— Dado que a los cincuenta días de la Pascua en el ámbito judío existía la “fiesta de las semanas” o Pentecostés (cf. Dt 16,9-10), de origen agrícola y posteriormente conmemorativa de la Alianza en el Sinaí, los cristianos organizaron muy pronto siete semanas para prolongar la alegría de la Resurrección y celebrar el don del Espíritu Santo como conclusión de este tiempo. Ya en el siglo II tenemos el testimonio de Tertuliano que habla de que en este espacio no se ayuna, sino que se vive una prolongada alegría.
Al mismo tiempo, la Iglesia advirtió la necesidad de una preparación adecuada respecto a la celebración pascual, por medio de la oración y del ayuno, según el modo prescrito por el Señor. Surgió así la piadosa costumbre del ayuno infrapascual del viernes y sábado santos (en Roma, por ejemplo, lo atestigua hacia el año 200 Hipólito en la Tradición Apostólica). Esa práctica de ayuno alrededor de los días precedentes a la Resurrección tenía un sentido de conmemoración dolorosa de la muerte del Señor (no de preparación, como lo tendrá más tarde la cuaresma) y presentaba diversas formas según el grupo cristiano.
— Fue alrededor del siglo IV (siglo en el que la Iglesia deja de ser perseguida) cuando la unidad pascual de 50 días se fragmentó y comenzaron a celebrarse secuencialmente las acciones salvíficas de Dios siguiendo un esquema histórico.
La octava de Pascua o semana in albis surgió en el siglo IV por el deseo de asegurar a los neófitos una catequesis mistagógica acerca de los divinos misterios que habían experimentado.
«En el siglo IV la fiesta (de Pentecostés) poseía un doble contenido celebrativo: Ascensión del Señor y descenso del Espíritu Santo, como se advierte en los testimonios de la Iglesia de Jerusalén. Sin embargo, poco a poco, el proceso de historificación litúrgica de los hechos salvíficos de Cristo, llevó a algunas Iglesias a dividir la fiesta, celebrando la Ascensión el día cuarenta después de la Resurrección»[6].
Sentido
«Concluida la Vigilia pascual, comienza el Tiempo de Pascua, que conmemora con gozo y alegría la glorificación de Cristo (su victoria sobre la muerte), la donación del Espíritu Santo y el comienzo de la actividad de la Iglesia, al tiempo que anticipa en nuestros días la gloria eterna que alcanzará su plenitud en la consumación de los siglos»[7]. Durante el tiempo pascual se nos hace partícipes del triunfo de Cristo sobre el pecado y la muerte (la resurrección y glorificación del Señor es una muestra de la vida que se nos dará); y se renueva en nosotros el ansia misionera para llevar al mundo el mensaje de Cristo con la valentía y el arrojo de los primeros apóstoles y discípulos de Jesús.
En Pentecostés se conmemora la venida del Espíritu Santo, para santificar, guiar y fortalecer a su Iglesia y a cada uno de nosotros. Diez días antes se celebra la Ascensión, el regreso de Cristo a la casa del Padre, tras llevar a cabo su misión salvífica y recibir así del Padre el premio a su fidelidad.
Dice san Agustín: «Toda nuestra vida presente debe discurrir en la alabanza de Dios, porque en ella consistirá la alegría sempiterna de la vida futura; y nadie puede hacerse idóneo de la vida futura, si no se ejercita ahora en esta alabanza. Ahora, alabamos a Dios, pero también le rogamos. Nuestra alabanza incluye la alegría, la oración, el gemido. Es que se nos ha prometido algo que todavía no poseemos; y, porque es veraz el que lo ha prometido, nos alegramos por la esperanza; mas, porque todavía no lo poseemos; gemimos por el deseo. Es cosa buena perseverar en este deseo, hasta que llegue lo prometido; entonces cesará el gemido y subsistirá únicamente la alabanza». En este tiempo «que ahora celebramos, descansamos de los ayunos y los empleamos todo en alabanza. Esto significa el Aleluya que cantamos. (…)
Ahora, pues, hermanos, os exhortamos a la alabanza de Dios; y esta alabanza es la que nos expresamos mutuamente cuando decimos: Aleluya. «Alabad al Señor», nos decimos unos a otros; y, así, todos hacen aquello a lo que se exhortan mutuamente. Pero procurad alabado con toda vuestra persona, esto es, no sólo vuestra lengua y vuestra voz deben alabar a Dios, sino también vuestro interior, vuestra vida, vuestras acciones.
En efecto, lo alabamos ahora, cuando nos reunimos en la iglesia; y, cuando volvemos a casa, parece que cesamos de alabarlo. Pero, si no cesamos en nuestra buena conducta, alabaremos continuamente a Dios. Dejas de alabar a Dios cuando te apartas de la justicia y de lo que a él le place. Si nunca te desvías del buen camino, aunque calle tu lengua, habla tu conducta; y los oídos de Dios atienden a tu corazón, del mismo modo que nuestros oídos escuchan nuestra voz, así los oídos de Dios escuchan nuestros pensamientos»[8].
Celebración
· La liturgia insiste mucho en el carácter unitario de estas siete semanas. Los domingos de este tiempo no se llaman, como antes, por ejemplo, “domingo III después de Pascua”, sino “domingo III de Pascua”.
La unidad de la Cincuentena queda también subrayada por la presencia del Cirio Pascual, símbolo de Cristo, luz que ilumina las tinieblas de este mundo, que permanece encendido en todas las celebraciones, hasta el domingo de Pentecostés.
Las celebraciones litúrgicas de la Cincuentena expresan y nos ayudan a vivir el misterio pascual comunicado a los discípulos del Señor Jesús. Las lecturas de la liturgia eucarística de este Tiempo están organizados con esa intención. La primera lectura es siempre de los Hechos de los Apóstoles, la historia de la primitiva Iglesia, que en medio de sus debilidades, vivió y difundió la Pascua del Señor Jesús. La segunda lectura cambia según los tres ciclos: la primera carta de San Pedro, la primera carta de San Juan y el libro del Apocalipsis. Mediante una oportuna selección de los textos evangélicos (aparición a los discípulos y sermón de la última cena), la Iglesia permanece en el Cenáculo durante el tiempo de Pascua, hasta la llegada de Pentecostés.
El blanco es el color característico de la pascua, símbolo del gozo y de la festividad. El día de Pentecostés, en el que se celebra el don del Espíritu Santo se utiliza el color rojo, símbolo de las llamas de fuego que se posaron sobre los apóstoles en ese momento. Este día se canta la secuencia Veni, sante Spiritus.
La primera semana es la octava de Pascua, en la que los bautizados en la Vigilia Pascual eran introducidos mediante una catequesis a una más profunda sintonía con el Misterio de Cristo que la liturgia celebra. Esta octava termina con el domingo llamado in albis, porque ese día los recién bautizados deponían los vestidos blancos recibidos el día de su Bautismo.
Dentro de la Cincuentena se celebra la Ascensión del Señor, ahora no necesariamente a los cuarenta días de la Pascua, sino el domingo séptimo de Pascua, porque la preocupación no es tanto cronológica sino teológica, y la Ascensión pertenece sencillamente al misterio de la Pascua del Señor.
El tiempo pascual concluye con la donación del Espíritu Santo a la Iglesia en Pentecostés.
Raúl Navarro Barceló
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[1] Aún con todo el sábado seguirá siendo un día importante para los primeros cristianos.
[2] J. Ratzinger, Imágenes de la esperanza. Itinerarios por el año litúrgico, Madrid 1998, p . 9.
[3] J. L. Gutiérrez – J. A. Abad, Nuevo Misal Popular Iberoamericano, I, Pamplona 1995, pp. 601. «Llegados a este punto, el nacimiento del Triduo Pascual [y del resto de los tiempos litúrgicos] era sólo cuestión de tiempo, cuando la Iglesia comenzase a revivir los misterios de Cristo de modo histórico-mimético, hecho que acaeció, por primera vez en Jerusalén, donde aún se conservaba la memoria del marco topográfico de los sucesos de la pasión y glorificación de Cristo». A ello también contribuyó la benéfica influencia de la respuesta dogmática y litúrgica frente a la herejía arriana que negaba la divinidad de Jesús.
[4] El equinoccio de primavera es punto de equilibrio entre el día y la noche, momento en el que la naturaleza resurge llena de nueva vida. A éste simbolismo se añadirá más tarde la plenitud de la luz que acompaña a la luna llena.
[5] Cf. J. L. Gutiérrez – J. A. Abad, o.c., Pamplona 1995, p. 606.
[6] Idem, pp. 671s.
[7] J. L. Gutiérrez – J. A. Abad, o.c., Pamplona 1995, p. 671.
[8] Agustín, Comentario sobre los salmos (Salmo 148, 1-2: CCL 40, 2165-2166)