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Los tres gritos de la Semana Santa

·          A lo largo de las celebraciones de la Semana escuchamos tres exclamaciones de especial resonancia.

 

*         La primera es el grito de Hosanna que, junto a otras exclamaciones, lanza la multitud entusiasmada que recibe a Jesús a la entrada de la ciudad de Jerusalén, cubriendo el suelo con sus mantos y ramos de palmera y olivo.

 

 

Esta palabra [1] era utilizada por los judíos en sus fiestas para pedir tanto por la salvación y remisión de los pecados de todo el pueblo como por su prosperidad. Toda aquella multitud, sin darse cuenta, daban al Hosanna su auténtico y definitivo significado. «Hosanna al Hijo de David» era un reconocimiento de su mesianismo, de su poder redentor, y, al mismo tiempo, una acción de gracias a Dios, porque a través de su Hijo, llegaba definitivamente la salvación y la redención a su pueblo, por la cual éste tanto había orado.

 

            Hosanna es una de las pocas palabras de origen arameo que nosotros hemos conservado intactas en nuestra liturgia. Rememorando este domingo de ramos, en cada eucaristía nosotros recibimos a Cristo que se va a hacer presente en medio de nosotros en el altar mediante el canto o el rezo del Santo: «Hosanna en el cielo. Bendito el que viene en nombre del Señor».

 

 

*          El segundo grito que hemos podido escuchar hoy es un grito estremecedor. Cinco días más tarde, los mismos habitantes de la ciudad de Jerusalén que antes pusieron sus mantos a los pies de Jesús hoy gritan: Crucifícale, crucifícale. Es viernes santo; la salvación del ser humano está teniendo lugar del modo más insospechado: mediante el sacrificio del cordero inmaculado, mediante la crucifixión de Jesús, el Hijo de Dios.

 

            La celebración eucarística es memorial, precisamente, de este misterio. En la última cena Jesús utilizó el pan y el vino para hacer presente a lo largo del tiempo el momento más importante de la historia del ser humano. Mediante la consagración por separado del pan y del vino se hace visible de un modo incruento el amor extremo de Cristo por nosotros, hasta el punto de dar su vida por cada uno de nosotros.

 

*          Nos queda una última exclamación; la más importante, porque sin ella las otras dos no tendrían sentido. Es un grito que tardará unos días en ser escuchado, pero que hace posible que los cristianos se reúnan en tornos al altar.

 

 

El domingo de resurrección las campanas de la iglesia repicaran con fuerza porque Jesús ha resucitado. A partir de ese día la liturgia de la Iglesia vuelve a pronunciar con entusiasmo el grito de alabanza a Dios por excelencia: Aleluya [2].

 

            A partir de ese día la lectura del Evangelio volverá a estar precedida de esta exclamación: Aleluya, reconociendo así que Cristo está vivo en medio de nosotros, tanto en la mesa de la palabra como de la comunión. Sin el aleluya los otros dos gritos serían sólo el símbolo de un fracaso. Gracias a él, se han transformado en fuente de esperanza, en signo de la victoria de Dios sobre el pecado y la muerte. Victoria de la que nosotros somos herederos. 

 

Raúl Navarro Barceló           

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[1] Es de origen arameo y al pie de la letra significa: “sálvanos, te lo pedimos”; “ayúdanos ahora”. Es una petición de ayuda y de salvación. En los siglos IV y V se introdujo en la liturgia eucarística.

[2] Esta palabra es de origen y hebreo y literalmente significa: Alabad al Señor.

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