La alegría de la fe
© by Raúl Navarro Barceló
El Belén. Origen y significado
· María «dio a luz a su hijo primogénito, le envolvió en pañales y le acostó en un pesebre, porque no tenían sitio en el alojamiento» (Lc 2, 7). En un sólo versículo, con escasas palabras, Lucas narra el suceso más grande de la historia: el nacimiento de Jesús. Las palabras sobran. El acontecimiento habla por sí solo. Se han cumplido todas las esperanzas del pueblo de Israel. Dios se ha hecho hombre en medio de los hombres para que los hombres puedan llegar a Dios. Y como a todo hombre, su madre lo envuelve en pañales, pero tiene que recostarlo en un pesebre porque no había lugar para ellos en el alojamiento.
Posiblemente, entre todas las expresiones de la Piedad popular asociadas a la época navideña, aquella que más ha cautivado los corazones de los católicos de todo e mundo es la de la representación en cada uno de los hogares del nacimiento de Cristo: el belén o pesebre.
Transcribo a continuación en buena medida un texto de J. Ratzinger en el que se explica el origen de esta tradición, ligada a san Francisco y la pequeña localidad italiana de Greccio, un lugar especialmente querido para san Francisco, situado entre lagos y montañas. «Venía hasta aquí a menudo para descansar, atraído también por una celda de extrema pobreza y soledad en la que podía entregarse sin ser molestado a la contemplación de las cosas celestiales. Pobreza – simplicidad – silencio de los hombres y hablar de la creación: ésas eran, al parecer, las impresiones que para el Santo de Asís se conectaban con este lugar. Por eso pudo convertirse en su Belén e inscribir de nuevo el secreto de Belén en la geografía de las almas»[1].
La fiesta de Navidad tiene para los cristianos un sabor especial, ya sea por el ambiente de familia, por la ilusión de los regalos entre los más niños, por el mismo misterio de la ternura y la misericordia divina que se descubre en el nacimiento de Jesús. Nos puede parecer que esta fiesta siempre ha estado marcada por este carácter entrañable, pero «en realidad ese calor se desarrolló por primera vez en la Edad Media; y fue Francisco de Asís quien, con su profundo amor al hombre Jesús, al Dios con nosotros, ayudó a materializar esta novedad. Su primer biógrafo, Tomás de Celano, cuenta en la segunda descripción que hace de su vida lo siguiente: “Más que ninguna otra fiesta celebraba la Navidad con una alegría indescriptible. Decía que era la fiesta de las fiestas, pues en este día Dios se hizo niño pequeño, y mamó leche como todos los niños. Francisco abrazaba –¡con cuánta ternura y devoción!– las imágenes que representaban al Niño Jesús, y balbuceaba lleno de piedad, como los niños, palabras tiernas. El nombre de Jesús era en sus labios dulce como la miel”.
De tales sentimientos surgió, pues, la famosa fiesta de Navidad de Greccio, a la que podría haberle animado su visita a Tierra Santa y al pesebre de Santa María la Mayor en Roma[2]; lo que le movía era el anhelo de cercanía, de realidad; era el deseo de vivir Belén de forma totalmente presencial, de experimentar inmediatamente la alegría del nacimiento del Niño Jesús y de compartirla con todos sus amigos.
De esta noche junto al pesebre habla Celano, en la primera biografía, de una manera que continuamente ha conmovido a los hombres y, al mismo tiempo, ha contribuido decisivamente a que pudiera desarrollarse la más bella tradición navideña: el pesebre»[3].
Los habitantes del pequeño pueblo italiano de Greccio –cuenta Tomás de Celano– iluminando la noche con cirios y teas en las manos, asistían con asombro a una misa que tiene como altar un pesebre relleno de heno y de acólitos a un buey y un asno. No hay un niño envuelto en pañales, porque su lugar lo ocupará el mismo Jesucristo tras las palabras de la consagración, bajo las especies del pan y del vino. San Francisco de Asís ejercía de diácono en esa celebración, proclamando delante del pesebre el evangelio que acabamos de escuchar y moviendo los corazones con su predicación[4].
«Podemos decir con razón que la noche de Greccio regaló a la cristiandad la fiesta de la Navidad de una forma totalmente nueva, de manera que su propio mensaje, su especial calor y humanidad, la humanidad de nuestro Dios, se comunicó a las almas y dio a la fe una nueva dimensión. La festividad de la resurrección había centrado la mirada en el poder de Dios, que supera la muerte y nos enseña a esperar en el mundo venidero. Pero ahora se hacía visible el indefenso amor de Dios, su humildad y bondad, que se nos ofrece en medio de este mundo y con ello nos quiere enseñar un género nuevo de vida y de amor»[5].
Esta es «la nueva dimensión que Francisco con su fe, que impregna alma y corazón, regaló a la fiesta cristiana de la Navidad: el descubrimiento de la revelación de Dios, que precisamente se encuentra en el Niño Jesús. Precisamente así Dios ha llegado a ser verdaderamente «Emmanuel», Dios con nosotros, alguien de quien no nos separa ninguna barrera de sublimidad ni de distancia: en cuanto niño, se ha hecho tan cercano a nosotros, que le decimos sin temor tú, podemos tutearle en la inmediatez del acceso al corazón infantil.
En el Niño Jesús se manifiesta de forma suprema la indefensión del amor de Dios: Dios viene sin armas porque no quiere conquistar desde fuera, sino ganar desde dentro, transformar desde el interior. Si algo puede vencer la arbitrariedad del hombre, su violencia, su codicia, es el desamparo del Niño. Dios lo ha aceptado para vencernos y conducirnos a nosotros mismos.
No olvidemos, además, que el título supremo de Jesucristo es el de «Hijo» –Hijo de Dios–; la dignidad divina se designa con una palabra que muestra a Jesús como niño perpetuo. Su condición de niño se encuentra en una correspondencia sin par con su divinidad, que es la divinidad del «Hijo». Así, su condición de niño nos indica cómo podemos llegar a Dios, a la divinización. Desde aquí se han de entender sus palabras: «Si no os cambiáis y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos» (Mt 18, 3).
Quien no ha entendido el misterio de la Navidad no ha entendido lo más determinante de la condición cristiana. Quien no lo ha asumido, no puede entrar en el reino de los cielos: esto es lo que Francisco quería recordar a la cristiandad de su tiempo y de todos los tiempos posteriores».
· J. Ratzinger centra a continuación su atención en dos personajes entrañables de nuestros belenes. «En la cueva de Greccio se encontraba aquella Nochebuena, conforme a la indicación de san Francisco, el buey y el asno. (…)
Desde entonces, el buey y el asno forman parte de toda representación del pesebre. Pero, ¿de dónde proceden en realidad? Como es sabido, los relatos navideños del Nuevo Testamento no cuentan nada de ellos. Si tratamos de aclarar esta pregunta, tropezamos con unos hechos importantes para los usos y tradiciones navideños, y también, incluso, para la piedad navideña y pascual de la Iglesia en la liturgia y las costumbres populares.
El buey y el asno nos son simplemente productos de la fantasía piadosa; gracias a la fe de la Iglesia en la unidad del Antiguo y el Nuevo Testamento, se han convertido en acompañantes del acontecimiento navideño. De hecho, en Is 1, 3 se dice: «Conoce el buey a su dueño, y el asno el pesebre de su amo. Israel no conoce, mi pueblo no discierne».
Los Padres de la Iglesia vieron en estas palabras una profecía referida al nuevo pueblo de Dios, la Iglesia constituida a partir de judíos y gentiles. Ante Dios, todos los hombres, judíos y gentiles, eran como bueyes y asnos, sin razón ni entendimiento. Pero el Niño del pesebre les ha abierto los ojos, para que ahora reconozcan la voz de su Dueño, la voz de su Amo.
En las representaciones navideñas medievales sorprende continuamente cómo a ambos animales se les dan rostros casi humanos; cómo, de forma consciente y reverente, se ponen de pie y se inclinan ante el misterio del Niño. Esto era lógico, pues ambos animales eran considerados la cifra profética tras la que se esconde el misterio de la Iglesia –nuestro misterio, el de que, ante el Eterno, somos bueyes y asnos–, bueyes y asnos a los que en Nochebuena se les abren los ojos, para que en el pesebre reconozcan a su Señor.
Pero, ¿lo reconocemos realmente? Cuando ponemos en el pesebre el buey y el asno, debe venirnos a las mientes la palabra entera de Isaías, que no sólo es buena nueva –promesa de conocimiento venidero–, sino también juicio sobre la presente ceguedad. El buey y el asno conocen, pero “Israel no conoce, mi pueblo no discierne”. ¿Quién es hoy el buey y el asno, quién es «mi pueblo», que no discierne?»[6].
«De esta manera, los rostros del buey y el asno nos miran esta noche y nos hacen una pregunta: Mi pueblo no entiende, ¿comprendes tú la voz de tu Señor? Cuando ponemos las familiares figuras en el nacimiento, debiéramos pedir a Dios que dé a nuestro corazón la sencillez que en el Niño descubre al Señor»[7].
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[1] J. Ratzinger, Imágenes de la esperanza. Itinerarios por el año litúrgico, Madrid 1998, p. 12.
[2] Se dice que en esta basílica romana está la reliquia del pesebre.
[3] J. Ratzinger, o. c., pp. 10-11.
[4] Cf. Tomás de Celano, Vida primera, 84-87, en San Francisco de Asís. Escritos, Biografías. Documentos de la época, Madrid 2013, pp. 214-216.
[5] J. Ratzinger, o. c., p. 11.
[6] Idem, pp. 12-14.
[7] Idem, p. 15.